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Sofía

miércoles, 23 de septiembre de 2009
Sus ojos se esforzaban cada vez más, como si con la mirada fuera a retener aquel tren que se aleja con rapidez. Solo se distinguía un difuso rastro de humo que traía a la memoria los recuerdos de tiempos más felices.

Las lágrimas comenzaron a brotar de aquellos ojos hinchados. -¿No he llorado ya bastante?- pensó pero sus ojos no le hicieron caso, aun había mucho que llorar.
Parada allí, gemía con dolor mientras gente iba y venia en su quehacer matinal. Ella, sola, con su agonía. Hubiera deseado que alguien la abrazara, que alguien le hiciera compañía y si bien no pudiera hacerla reír, por que estaba decidida a no volverlo a hacer, por lo menos llorase junto a ella.

Pero los rayos del alba aparecieron, metamorfosiando con lentitud la madrugada. Había que seguir con las ocupaciones diarias, había que seguir con la vida. Había que ayudar a mamá a cocinar el desayuno, levantar a sus hermanos y llevarlos a la escuela. Papa tendría hambre y había que llevarle el almuerzo a la imprenta. Por un momento le parecía percibir el penetrante aroma de la tinta en las manchadas manos de su padre. Seco sus lagrimas como pudo y, armada de valor camino en dirección a su hogar.

De cuando en cuando tenía que volver a repetir esta operación, resolviéndose a dejar el llanto. Pero el ajetreo de la gente aumentaba en su ser la sensación de soledad , sensación que la empujaba al sollozo y a la desesperación. Y a nadie le importaba.

Finalmente atravesó la puerta de su casa.

-Hermanitaaa- Grito una boquita rosada de cinco años, sobre la cual dos ojos brillantes e inocentes y algo adormilados se abrían, mientras sus bracitos se esforzaban por abrazar a la recién llegada.

Sofía, como si fuera el más experimentado doctor, había dado la dosis precisa que el alma de su hermana mayor necesitaba. Y esta sintió como si todo el universo se compadeciera y llorara junto a ella y la abrazara. Todo estaba bien.
Y la vida seguía. Había que ayudar a su mama a cocinar el desayuno, levantar a sus hermanos y prepararlos para ir a la escuela. Papa tendría hambre y había que llevarle el almuerzo a la imprenta. Por un momento le parecía percibir el penetrante aroma de la tinta en las manchadas manos de su padre. Seco sus lágrimas como pudo y, armada de valor camino.

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